En consulta, una y otra vez aparece la comparación como un susurro insistente que se cuela en nuestras vidas. No solo nos comparamos con los demás, sino también con versiones pasadas o ideales de nosotros mismos. Es una carrera infinita en la que el listón siempre se mueve un poco más lejos, dejándonos con la sensación de que nunca es suficiente.
La comparación no es solo una estrategia de la mente adulta, sino una herida infantil no resuelta. Ese niño interior sigue preguntándose: “¿Por qué ellos sí y yo no?”, reviviendo cada momento en el que sintió que no era suficiente, que no era visto o que no tenía lo que otros sí.
Desde pequeños aprendemos a mirarnos a través de los ojos de los demás. Nos comparaban con nuestros hermanos, primos o compañeros de clase. “Mira qué bien lo hace tu hermano”, “Tu amiga es más aplicada”, “Deberías ser más como…”. Cada una de estas frases sembró una semilla que con los años creció y se convirtió en una mirada constante hacia afuera, buscando validación en logros ajenos, en vidas que parecen más exitosas, en caminos que parecen más fáciles.
Pero la comparación no solo ocurre con los demás. Muchas veces nos comparamos con una versión pasada de nosotros mismos, con aquel momento en el que nos sentimos más seguros, más valientes o más felices. O con una imagen idealizada de lo que creemos que deberíamos ser. Y en ese abismo entre lo que somos y lo que creemos que deberíamos ser, nos castigamos con dureza, sin darnos cuenta de que estamos luchando contra un espejismo.
En consulta veo cómo esta herida se manifiesta de diferentes formas. Algunos llegan agotados de tratar de alcanzar estándares inalcanzables, otros con una sensación de estancamiento porque sienten que los demás avanzan y ellos no. También están los que creen que nunca serán lo suficientemente buenos y se boicotean antes de siquiera intentarlo. Pero detrás de todo eso, hay un niño esperando ser visto, esperando que alguien le diga que no necesita hacer nada para ser amado.
Cuando nos atrevemos a mirar con compasión a ese niño que aún llora en nuestro interior, algo cambia. El avance no viene de alcanzar lo que otros tienen, sino de reconocer el valor de nuestro propio camino. No hay un único camino correcto ni un solo modelo de éxito. Lo que realmente necesitamos no es ser “mejores” que otros, sino encontrar nuestra propia voz, nuestro propio ritmo y nuestro propio sentido de valía.
La comparación pierde su fuerza cuando dejamos de mirarnos con los ojos de los demás y comenzamos a mirarnos con amor.